Los ríos

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A Pedro Romero Irula

Ricardo Hernández *

A la gente le da miedo perderse en el Centro. Eso es lo primero que oigo en boca del taxista que me recogió esta mañana en el Hotel Hispanoamericano. A la gente le da miedo perderse, repite, mientras vamos en el tráfico asfixiante de la Juan Pablo. Yo ya había escuchado algunas cosas que se decían sobre la capital, había leído las noticias de lo que se hallaba en las alcantarillas y en las bodegas, en los predios baldíos y en los callejones que terminaban cerca del río Acelhuate. Pero no me lo creía. Lo había escuchado en las noticias de otro país, con quince años de distancia entre esta realidad y la que había dejado en mi remota adolescencia.

Por eso, cuando escucho al taxista diciendo aquello, le pido que hable, que me siga
contando.

Casi nadie se acerca al Centro, dice mientras me escruta por el retrovisor, nadie se queda de noche desde hace como diez años, cuando comenzó todo esto, ni siquiera los soldados. Las autoridades dicen que no saben nada, que no hallan nada, pero yo creo que eso es mentira, dice reanudando la marcha. También dice que todos esos restos, esas manos, piernas, torsos y brazos que la gente encuentra con horror en las cunetas, luego de cada temporal, no son más que un montaje de ciertos grupos de poder para adueñarse del centro de la capital.
Así lo dice, y por cómo lo dice, me resulta imposible no acordarme, de pronto, de cierta
historia que alguna vez me contó mi mamá.
Mi vieja había crecido en el barrio La Vega, en uno de esos condominios que resisten todavía al lado del Acelhuate, y recuerdo que una vez me contó una historia siendo apenas un niño…
algo relacionado al agua, algo sobre la materia que alimentaba al río. La verdad, no recuerdo muy bien de qué iba la historia, pero sí recuerdo que hablaba del agua y que el cuento me asustaba.
Ahora, cuando el taxista que me conduce a la Fábrica de Cerámicas me habla de las cosas que pasan en el Centro, no puedo evitar pensar en la historia que una vez me contó mi mamá.

***

Bajo y hago la primera entrega.
Cuando regreso, el taxista se queja porque ya no le quedan más cigarros. Me pide permiso para ir por un par, y de paso, buscar un baño, pero yo le digo que no. Nos falta una carrera.
Ya son más de las cinco, joven, no es bueno andar a estas horas por el Centro, me replica desde el espejo. ¿Cuál es el miedo?, le digo. Le voy a pagar el doble, agrego. No nos tardaremos nada. Yo también quiero ir al baño.

El hombre tose, y reiniciamos la marcha.
Bajamos por la tercera calle oriente y cruzamos a la derecha, buscando el paseo Independencia. Vamos en silencio, viendo cómo el tráfico y la luz se van apagando a medida que avanzamos por los viejos edificios de la urbe. No hay rastro de indigentes ni de prostitutas, mucho menos de policías o soldados. Sólo basura y agua podrida, baches,
árboles mutilados, moscas en los drenajes sin tapaderas. El cielo es una mancha gris. La
ciudad me parece mucho más chica. De niño, la recordaba intransitable, inmensa, llena de buses y comercios informales; pero ahora me parece un barrio de mala muerte donde me contó aquella historia de miedo mi mamá. Me pregunto si fue entonces cuando empecé a odiarla en silencio, a repudiarla en el abismo de su ignorancia y obstinación. Pienso en reprogramar la entrega, pero sé que eso es imposible. Ya es lo último, me digo como para convencerme, mientras veo el lomo del cerro San Jacinto asomándose al final de una curva.
Sólo espero terminar con esto y tomar el primer vuelo a Dallas, regresar a casa, olvidarme por un tiempo de los negocios, de las entregas, de esta ciudad extraña con nombre de patrono universal. Las ciudades cambian, me dice el taxista, como si hubiese estado leyendo mis pensamientos. Las ciudades se mueren, le digo, y luego agrego: ¿qué es lo más loco que ha hecho usted en este lugar? Aquí siempre pasan cosas, sonríe sin quitar la vista de la calle, cosas de las que nadie habla, pero que pasan todos los días … cosas… ya sabe…

todo el mundo lo sabe: la gente tiene miedo de mencionarlas, un miedo horrible, sí, algo
horrible, escupe por la ventanilla. Quizás, lo más loco que he hecho en mi vida sea vivir aquí, ríe.
Cuando llegamos a la destilería, un par de gotas comienzan a caer en el parabrisas.
El edificio tiene al frente una valla con letras enormes que dicen TIC TACK junto a la silueta de un gallo oxidado. Estamos en el barrio La Vega; lo sé porque me llega el rumor del río, y porque recuerdo las fotografías que todavía se conservan en el viejo álbum de mamá: condominios, puentes antiguos, callejones. El taxista se voltea a verme, se apunta a la oreja, y me grita: ¡Oiga! ¿Oye? ¿Lo oye? ¿No lo oye? Le digo que no con la cabeza. Mire, le repito, no me tardo nada, sólo entro y salgo. Espere.
Pero tan pronto me bajo del taxi, comienza a caer la lluvia.
Corro hasta la recepción, pero ahí no encuentro a nadie, ni recepcionistas ni vigilantes:
nadie. Doy un vistazo por las bodegas, pero el edificio parece vacío. Una botella de latón, en la torre más alta de la fábrica, no deja de vomitar lluvia: el agua se rebalsa y comienza a anegar la parte baja del estacionamiento. Saco mi teléfono. Telefoneo a mi contacto, pero la llamada nunca enlaza. Insisto un par de veces, y el resultado es el mismo. Son casi las seis de la tarde, pienso, mientras oigo el golpe monótono de la lluvia chocando en el techo de latón.
De pronto, veo la puerta del baño abrirse. Se desliza sola, despacio, con un chirrido metálico que termina con un golpe seco en la pared. Al fondo, entre la penumbra, distingo la silueta blanca de un sanitario. Tengo deseos de orinar y entro, pero al momento de abrirme la bragueta del pantalón, un olor ácido me golpea de lleno. No soy yo: es el agua. Un agua verde que comienza a salir a borbotones por el resumidero del lavamanos, a escurrir violentamente por el tanque del inodoro, a salirse del retrete. Retrocedo y veo cómo el agua se va filtrando lentamente por el piso, extendiéndose por las baldosas, lamiendo el azulejo de las paredes, besando mis zapatos y empapando más y más mis pies. ¡Ey, usted!, ¡Salga ya!, escucho que gritan en la calle, pero yo no puedo apartar la vista del agua que comienza a anegar el piso, a inundar los muebles, a lamer los muros, y no me queda más remedio que correr y trepar por unas gradas que me llevan directamente hasta la segunda planta del edificio.
Cuando me asomo a la ventana, compruebo que el taxista se ha marchado, y que donde
antes había una calle, ahora hay una marea espumosa y verde que comienza a inundarlo
todo. A lo lejos, oigo el estallido del río azotando en las murallas de concreto cada vez con más fuerza. Pero el agua que aquí abajo se mueve es totalmente distinta: no es ni gris ni lodosa, sino verde y pestilente, con muchas cositas que se asoman y se revuelven, cosas que flotan y se hunden en el movimiento de la creciente, y entre esas cosas que se deslizan por la corriente, veo ojos, torsos, brazos, piernas y cabello.
Me derrumbo, conmocionado.
Observo mis pies desnudos, o lo poco que queda de ellos, y recuerdo, en ese instante, las palabras del taxista, y aquella historia extraña sobre un tipo de agua, sobre la materia que alimenta al río de esta ciudad maldita, y que una vez, siendo apenas un niño, me contó m mamá.

* Ricardo Hernández Pereira es editor, narrador y docente salvadoreño. Es autor de Soft machine (Índole, 2021) y ganador del IV Premio Nacional de Literatura ‘José María Méndez’ en la rama de Cuento con Los lugares que abandonamos (Editorial Universitaria, 2024). Fundador también de Pantógrafo Editores y creador del podcast literario BibliófilosSV..

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